Author: Dinito
•7:53

Cuentan que un joven sultán de Egipto comenzó su gobierno en las circunstancias más favorables, pues tras someter a sus enemigos sirios y árabes habían, podía vivir en su palacio de El Cairo orgulloso de la paz, la gloria y la riqueza conseguidas. Pero con tanta grandeza, y aunque había sido formado cuidadosamente en la fe de sus padres, brotaron en su alma toda clase de dudas sobre la existencia de un ser supremo, todopoderoso y sabio, cuya mano gobierna la vida de los hombres.

«Todo lo que soy -pensaba- es por mí mismo. Lo único que necesito es servirme acertadamente de mis propias fuerzas y de los demás hombres y aprovechar con inteligencia las circunstancias. ¿Cómo puede un ser supremo saberlo todo y ocuparse de todo? Semejante creencia es una ilusión inculcada al pueblo humilde para que se someta a la autoridad y al orden. Si Egipto me considera a mí como a su Dios, ya no necesita otro.»

Así pensaba, o mejor, así quería pensar, pues con frecuencia revivían en él los sanos sentimientos de su infancia y juventud y reconocía, con angustiosa zozobra, que la primera duda arrastraría pronto otras mayores tras sí y haría de él un completo infiel, un verdadero ateo. Desasosegado por estos pensamientos, reunió en su palacio a los sabios de su país para que disipasen sus dudas. Pero los sabios sólo pudieron decirle que debía confiar en el gran profeta que Dios había enviado y creer en sus palabras.

-¿No era también el profeta un hombre como yo? -respondió el sultán-. ¿Por qué he de creer en su palabra si no tengo pruebas de que dice la verdad?

-Soberano señor -respondió uno de los sabios-, si exiges pruebas visibles, que puedan contemplar tus ojos, de cosas invisibles y espirituales, quieres algo imposible y contradictorio. Creer es ver con los ojos del alma; el hombre exterior encierra dentro de sí otro espiritual.

-¿Quién puede demostrar que hay un espíritu y cosas espirituales? -insistió el sultán-. Pensar y vivir, apetecer y querer; en una palabra, espíritu y cuerpo son una misma cosa, y cuando el hombre muere todo desaparece. Yo desearía que me convencierais de que no es así o que estéis de acuerdo conmigo.

Los sabios se estremecieron y tuvieron lástima del sultán, pero sólo pudieron ayudarle con el consejo de que meditase y considerase en silencio sus dudas. Y con esto, la reunión se disolvió y el sultán quedó abandonado a sí mismo. Pero algunos de los sabios, comprendiendo la peligrosa situación en que se hallaba el sultán y temiendo que poco a poco perdiera la fe y, entregándose a sus desatados apetitos, se convirtiera en un terrible tirano y opresor de su pueblo, fueron en busca del famoso mago Shajabedín, que no había asistido a la reunión. Al comunicarle sus temores los sabios, el anciano movió su venerable cabeza, tomó un bastón y se encaminó al palacio del sultán.

El sultán le recibió con gran cordialidad pues le tenía gran estima desde pequeño, pero no le gustó que le dijera que estaba enfermo en su espíritu. Shajabedín continuó:

-Soberano señor de los pueblos, estás en peligro que quedar completamente ciego y, abandonado a ti mismo, ser un juguete del capricho, si no pones remedio pronto. Para curarte he dejado mi soledad. De ti depende que quieras someterte al tratamiento.

El sultán le prometió hacer todo lo que le ordenare. Entonces Shajabedín ordenó traer una bañera, llenarla de agua y pidió al sultán que entrara en ella. Luego el mago sacó un frasco y vertió en el agua una savia de hierbas escogidas, que como en el agua, actuaría también a través del cuerpo en su invisible habitante: el espíritu. Pasado un rato Shajabedín dejo al sultán que saliera de la bañera, se vistiera y se sentara en un sofá. Apenas hizo esto, el sultán quedó sumido en un profundo sueño.

De repente se vio trasladado a la azotea de su palacio, desde donde podía ver todo El Cairo y sus alrededores. Todo le pareció como un gran jardín, en el que los habitantes se movían dichosos y alegres y obedecían sumisos al sultán. Incluso el desierto le pareció transformado en un delicioso valle lleno de árboles, flores, arroyos de plata. En la lejanía vio los brillantes séquitos de Siria, Etiopía y la India que le traían sus tesoros como vasallos suyos. Bajó al piso de abajo para recoger su sable y miró por una ventana para ver si llegaba ya la comitiva.

Pero un terrible espanto se apoderó de él al ver que, de repente, todo había cambiado: veía arder los edificios, oía los gritos desesperados del pueblo y los aullidos feroces de sus enemigos. Un esclavo entró en la estancia y le dijo que no había tiempo que perder, pues los tres ejércitos habían entrado en la ciudad y ya estaban a las puertas del palacio.

Afortunadamente un barco de mercaderes estaba a punto de hacerse a la vela y allí le llevaron sus propios esclavos. El sultán le dijo que, por el amor de Dios, le dejara embarcar. Pero el mercader soltó una carcajada y dijo que su dios se llamaba dinero y amor quería decir pagar. Aquellas palabras hicieron arder de ira las entrañas del sultán. Mientras sacaba su rico sable cuajado de piedras preciosas, que llevaba escondido bajo el manto de esclavo, pensó: «Debo entregar lo último que me queda, este sable» Y con gran dolor lo puso en manos del mercader. El sultán derramó las primeras lágrimas desde su subida al trono.

Mientras el barco se adentraba en el mar, contemplaban el fuego y el humo de El Cairo. Un marinero dijo que lo único que lamentaba era no poder ver cómo ardía el palacio del sultán, pues a él le debía tener que ir sin patria, por el engañoso mar, siempre entre la vida y la muerte, puesto que él mandó devastar su tierra en Arabia. –Pero ahora veo, continuó el marinero, que por encima del tirano y de nosotros hay alguien más poderoso, que a su tiempo se encarga de hacer justicia. Hace poco este tirano llamó a los sabios de su reino para preguntarles si había Dios; ahora lo sabrá bien en su palacio en llamas o en el infierno.

Un estremecimiento sacudió todos los miembros del sultán al oír estas palabras. Le pareció como un juicio de Dios y de su conciencia. Para que no le conocieran esquivó la compañía de los marineros. Este miedo a los hombres era ahora su mayor tormento. Se sentía como un maldito.

De pronto, el cielo se cubrió de nubes y poco después comenzó a soplar el viento con furia. Las embravecidas olas lanzaban el barco hacia el cielo y lo dejaban caer luego en el abismo; los mástiles y el timón crujían y se rompían. Por fin la embarcación chocó en un banco y el mar comenzó a adueñarse de ella. El mercader hizo bajar el bote para salvarse él y la tripulación. El sultán suplicó insistentemente que lo admitieran, y, cuando todas las súplicas resultaron inútiles, dijo: -«Soy el sultán de Egipto y os lo pagaré espléndidamente. -Entonces el dueño del barco sacó el sable que había recibido de él, lo levantó en alto y gritó: -Tú, perro del diablo, tienes la culpa de nuestra desgracia y de la pérdida del barco que te ha acogido... Por ti, blasfemo, nos ha perseguido la tormenta y el rayo. De tu misma espada debías recibir el castigo... Pero no, que las olas te traguen en compañía de tu inmundo sable manchado en sangre. -El mercader tiró la espada al suelo, y en ese momento un ola destrozó el barco y tiró todos al mar.

Era noche cerrada cuando el sultán despertó de su aturdimiento y se hallaba tendido sobre las duras piedras, con los miembros molidos por la paliza. Pronto empezó a alborear y entonces vio que se encontraba en una costa desconocida. Al darse cuenta de su situación, exclamó:

-¿Por qué no me ha devorado el mar? Sólo he escapado yo para sufrir nuevas calamidades. Lo que no han podido hacer los enemigos, las llamas ni el mar, lo harán ahora las fieras, hombres salvajes o el cruel hambre.

Entretanto, el cielo había enrojecido, el sol apareció saliendo del mar y la superficie del mar pareció como un manto de púrpura, en que las olas jugueteaban suavemente. A la vista de aquel espectáculo, el sultán se estremeció, alzó los ojos al cielo y dijo:

-¡Sí, verdaderamente hay Dios!

Luego empezó a oír un lejano rumor como de cantos, y hacia allí se dirigió, apoyado en un trozo de madera del naufragio, pues casi no podía tenerse en pie. Desde la colina a la había subido con gran trabajo pudo ver al otro lado chozas entre un bosque de palmeras y tierra cultivada. Cuando llegó, les dijo que se compadecieran de un desgraciado extranjero que acababa de escapar de un naufragio.

-¿Compadecernos? -respondió el cabeza de familia-. Todo lo que tenemos lo repartiremos gustosos contigo. ¿No eres un hombre, hermano nuestro y además necesitado? De todo corazón te damos la bienvenida. Dos robustos jóvenes llevaron unas angarillas, mientras otro le llevó un vestido. Una vez que le sentaron ante una choza le presentaron manjares y deliciosas frutas. Entonces miró sin recelo en torno suyo y preguntó con voz tímida si se encontraba aún en la tierra o había llegado ya a la morada de los bienaventurados.

-Estás en la tierra -le respondieron- y entre hombres, y nos alegramos de poder compartir lo nuestro contigo. ¿No nos ha creado un mismo Dios y Padre y no recibimos todas las cosas de arriba?

-¡Gran Dios -exclamó el sultán-, no piensan así en Egipto!

-Si eres de Egipto -dijo el jefe- tienes doble derecho a nuestro amor. Nuestros padres vivieron en Egipto pero fueron perseguidos y expulsados porque llamaban al Eterno con otro nombre. Pero el sabio y bondadoso gobernador del mundo los trajo a esta isla y de ellos descendemos nosotros.

-Entonces -dijo el sultán- tenéis motivo para odiar a los egipcios, y también a mí como enemigo.

-No -le respondieron-. Tú no vienes a perseguirnos, y además eres un infortunado. Por eso eres para nosotros como una ocasión que Dios nos ha enviado de demostrar nuestro amor.

-Pero, ¡si yo profeso la fe que persiguió a la vuestra!

-Dios juzga el corazón de los hombres -le contestaron-. De cualquier forma que lo llames, al menos crees en Él, y si no lo hicieras serías un desgraciado, pero en nuestro valle, entre nosotros, terminarías por conocerlo.

El sultán exclamó entusiasmado:

-Sí, creo en el Todopoderoso, el Bondadoso.

Y despertó.

En el centro de la sala ardía la lámpara de Cristal. El sultán miró alrededor y preguntó: -¿Dónde estoy?

-Príncipe de los creyentes -respondió Shajabedín-, estás sentado en los cojines de tu palacio, en la ciudad de El Cairo, y a tu lado está tu siervo Shajabedín.

-Entonces -preguntó de nuevo el sultán-, ¿cómo he estado en le barco mientras El Cairo ardía, y en el mar y en medio de las olas?

-Tu cuerpo descansaba en profundo sueño -respondió el mago-. ¿Ha estado despierto tu espíritu?

-Sí -respondió el sultán-. Ahora sé que un espíritu habita en mí, y esto ha despertado y revivido en mí la fe en el Todopoderoso. Mi bueno Shajabedín, ¡cuánto he sufrido! Destronado, fugitivo, abandonado de todos, náufrago en el mar, destrozado por dentro, sin consuelo ni paz...

-¿Desearíais no haber sufrido todo eso? -preguntó el mago.

-¡Oh! -exclamó el sultán-, doy gracias a Dios porque a través de la humillación me ha llevado a la verdad; a través de la noche, a la luz.

El anciano llevó al sultán a la azotea del palacio. La ciudad y la campiña estaban cubiertas por el oscuro velo de la noche; en el cielo infinito brillaban las estrellas. Entonces Shajabedín le dijo:

-Sólo ha sido un sueño. Ahora despierto conserva lo que has aprendido dormido para que tu vida no se convierta en un sueño sin salvación. Has creído en Dios; no debes volver a perder la fe. Pero de ti depende que la fe te sirva de tormento o de gozo.
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